Reseño 'El lado torcido del mar' de Graciela Olave Ramos
Con El lado torcido del mar, Graciela Olave Ramos (Concepción [Chile], 1995) irrumpe en el panorama poético con una ópera prima desbordante de sensibilidad, inteligencia, crudeza y ternura. Una cartografía emocional del desarraigo desde la intemperie, donde el dolor no es solo un contenido, sino una forma de mirar. Olave escribe desde lo torcido —como advierte el título—: lo que se tuerce por dentro cuando el cuerpo enferma, cuando se vuelve al hogar que ya no abriga, cuando el amor se desarma, cuando se camina como extranjera incluso en la propia lengua.
El libro conforma una suerte de sinfonía quebrada en cuatro movimientos, atravesada por temas como la enfermedad de la madre, el cuerpo femenino, la ciudad natal como herida, el exilio emocional, el deseo, la maternidad invertida y el amor como hogar precario.
El primer bloque («regreso») es un descenso íntimo al paisaje originario: Concepción. Pero no se trata de un regreso idílico: la patria que aguarda es una madre enferma, un mar contaminado, una infancia atravesada por la violencia sísmica —literal y afectiva—. La poeta captura con aguda mirada la fisonomía de lo que alguna vez fue hogar: «más allá de la ventanilla / el cordón andino / mastica su sangre naranja». Hay aquí una capacidad de condensar lo geológico y lo emocional que recuerda a Gabriela Mistral cuando hablaba del alma como paisaje chileno.
El lenguaje de Olave no es meramente testimonial: es plástico, sensorial, cinestésico. Así, en «medio camino» asistimos a un temblor que no ha cesado desde 2010, terremoto que se transmuta en trauma íntimo, en vibración persistente: «crezco / al confundir agua y tierra».
También comparece aquí la figura materna, no solo como motivo, sino como eje poético y ético del libro. En «carta de relación», un texto dolorosamente bello, se lee: «leí tatuada por la peste del docetaxel». El acto de leer en medio del sufrimiento se vuelve gesto de resistencia, eco de María Zambrano cuando hablaba de la lectura como «exilio interior».
La segunda parte («el lado torcido del mar») es quizás la más social, sin perder la hondura lírica. Talcahuano —puerto obrero, zona devastada por el terremoto y la pobreza estructural— aparece como una escenografía en ruinas donde todo es espera, precariedad, desecho. Los adolescentes y los animales comparten un mismo estatuto ontológico: «los hermanos / que cuelgan del muelle / hipnotizados por la siesta de los lobos / cerquita de la muerte». La mirada de Olave recuerda por momentos a la de Raúl Zurita, pero en clave íntima, casi doméstica, menos monumental.
Hay una crítica feroz, aunque sutil, a la lógica turística: «los turistas / nunca esperan». Esta línea condensa una poética de la espera que atraviesa todo el libro, como si la espera fuera el verdadero lugar del sujeto. Como en la poesía de Idea Vilariño, amar o esperar en El lado torcido del mar implica siempre una pérdida.
La tercera sección («una vana palabra») interroga el lenguaje mismo. ¿Qué puede la palabra ante la enfermedad, el deseo no correspondido, la pantalla vacía? Muy significativamente, el poema «en caso de emergencia» comienza: «abro un pomelo a medianoche / como se abren los libros de poemas». La poesía como fruta agria o recurso de urgencia. Aquí Olave sorprende ironizando sin cinismo sobre su propio gesto poético.
La figura del cuerpo —sobre todo el cuerpo femenino— alcanza aquí una complejidad notable. Hay una fusión inquietante entre violencia y ternura, entre goce y disociación. El lector se sitúa en el filo de una experiencia no domesticada, donde el yo poético se autoescarifica y al mismo tiempo se distancia: «ninguna reclama su derecho a tregua / se dejan morir de mentira».
«Barcelona: casa animal», la última parte, es una suerte de exilio interior en el extranjero. La ciudad catalana no aparece como decorado modernista ni postal turística, sino como un lugar de soledad, deseo, extranjería y animalidad. El yo lírico muta hacia lo anfibio, lo híbrido, lo bestial. En «casa animal», la voz afirma: «más gata que humana / más perra que gata / bestia sí / bestia más que nada»; versos que recuerdan a la «bestia» de Alejandra Pizarnik y al erotismo feroz de Angélica Freitas. Lo animal, sin embargo, no es solo lo instintivo: es también lo que resiste al nombre, lo que se refugia en el tacto, lo que sobrevive sin razón. Como en El hombre que amaba a los perros de Padura o Casa de muñecas de Ibsen, el hogar aquí es una construcción inestable, siempre al borde de la ruina o la fuga.
Hay además una poética del deseo que rehúye la retórica romántica: «el sexo acogedor como un plato de legumbres», escribe Olave, desmantelando toda solemnidad y proponiendo una erótica de lo cotidiano, de lo nutritivo, del calor mínimo que conecta con voces como las de Ellen Bass o Sharon Olds.
El lado torcido del mar no es un libro más sobre el dolor, la familia o el cuerpo: es una exploración radical de cómo el lenguaje puede acompañar la intemperie. Graciela Olave Ramos escribe desde la fisura, y en ella levanta una casa verbal que acoge al lector con ternura y vértigo. Hay en su voz ecos de poetas chilenas fundamentales como Violeta Parra, Carmen Berenguer o Gladys González, pero también resonancias más lejanas: el temblor ontológico de Alejandra Pizarnik, la oralidad refinada de Ocean Vuong, la extranjería luminosa de Natalia Ginzburg.
En definitiva, una forma de habitar la poesía desde lo íntimo, lo bastardo, lo vulnerable, lo mestizo, lo amorosamente roto. Una voz torcidamente luminosa.
El lado torcido del mar de Graciela Olave Ramos
RIL, 2025, 62 páginas, 14 €

Comentarios