A propósito de ‘Vida salvaje’, de Juan Ramón Santos
Después de meses de lecturas semiobligadas, empiezo a despejar las columnas de libros que, como un bosque de estalagmitas, ha ido creciendo por mi casa. Así llego a ‘Vida salvaje’. Este libro de poemas, con rostro amable y ropas perfectamente medidas en endecasílabos y heptasílabos, preferentemente, va dejando ver con suavidad un lado oculto y, por momentos, inquietante. Se mantienen algunas de las señas de identidad de su autor: la atención cuidada a la forma, la retórica sutil y clara, la constate ironía que produce un efecto casi kafkiano en el lector con el contraste entre el tono sencillo y ligero, y el contenido profundo y, a veces, desolador. De esta manera, se establece un choque entre lo que se cuenta y su tono. Desde el primer bloque del libro, ‘Día de campo’, nos adentramos en el mundo apacible de la infancia (“al aire infinito de la infancia”, dice en un verso) en la naturaleza, retratada esta como en los viejos tópicos del Locus amoenus y del Beatus ille cantándose con nos...